martes, 20 de diciembre de 2011

Capítulo 8. Parte 2.

- Cuéntame un cuento.
- Ahora Ariadna? Estoy cansada.
Me hizo sentarme de un empujón en la cama, se acomodó poniendo la almohada entre su cabeza y la pared y, cuando se había arropado lo suficiente para no tener frío, me dio el libro de "Micky Mouse".
- Porfi, Lucía...
- Acabo de venir de una fiesta, enana... ¿Me vas a hacer leerte ahora un cuento?
- Porfi, porfi, porfi, porfi, porfi, porfi, porfi. - Decía mientras me zarandeaba de un lado a otro agarrándome el brazo derecho.
- Vaaaaaaaaaaaaale. Pero te cuento el que yo quiera, nada de Micky Mouse.
Asintió sonriendo. Siempre consigue lo que quiere.
- A ver... En este cuento no hay ni princesas ni ranas, ¿vale?
- ¿Y qué hay? ¿Unicornios?
- Vale, venga, unicornios. ¿Y qué más?
- Una niña.
Miré por la ventana. Era muy de noche, demasiado tarde. Las aceras estaban mojadas después de la tormenta que había habido y el silencio se apoderaba del exterior.
- Pues había una vez una niña que tenía un unicornio. Pero, Ariadna, ya sabes que siempre que queremos más de lo que tenemos. Y la niña, no quería solo su unicornio. Quería perros, gatos, pájaros...
Sus padres siempre le decían que tenía que conformarse con lo que tenía, pero la niña...
- Rubia. - Me interrumpió Ariadna.
- ¿Quieres que sea rubia, como tú?
- Sí.
Le conté que tenemos que tener claro lo que queremos, aunque dudemos. Que por muchas cosas que queramos, lo que tenemos, lo tenemos, y eso ya es algo. También le expliqué que hay que hacer las cosas de una en una, y no debemos adelantarnos o hacer todo a la vez, porque saldrán mal.
Le dije muchísimas cosas, entre ellas, que tiene que querer a la gente y demostrarlo.
- ¿Demostrarlo? Yo lo demuestro.
- Claro que lo demuestras, canija. Pero sabes qué? Que solo las personas que dicen "te quiero" son realmente felices. Está comprobado. Yo he hecho un estudio sobre ello.
- En el instituto?
- No - reí. - Aquí, contigo, con mi madre, con mi padre, con mi hermano, con mis amigos...
- Con tu novio?
- Yo no tengo novio.
- Y Miguel qué es?
- Mi amigo, Ariadna, es mi amigo.
- Acaba ya con el cuento, vamos.
El cuento terminó con un final feliz de esos de comer perdices. Nunca he estado de acuerdo con ellos, ni todos los finales son felices, ni se deberían comer perdices. Que yo de pequeña me imaginaba a Cenicienta comiéndose un plato de perdices en Palacio con el príncipe, y se me quitaban las ganas de todo.

A la mañana siguiente desperté y tenía cuatro millones de llamadas perdidas de Amanda. No las contesté porque no me apetecía hablar del tema. Iba a pasar de todo, de tíos, te problemas... de todo.
Voy a dedicarme a ser egoísta. Ahora me preocupo de mí y ya está.
Ariadna seguía dormida. Así, acurrucada con el peluche rodeándola porque es más grande que ella, me daban ganas de matarla a besos. Yo jamás pensé que se podía querer tanto a alguien.
La tenía que despertar porque sus padres iban a venir a por ella en 15 minutos , pero la dejé durmiendo mientras recogía toda la ropa que me puse anoche y la echaba a lavar.
Debí hacer mucho ruído, porque la desperté.
- ¿Qué hora es, fea? - Me dijo estirándose entre las sábanas.
- Las nueve, puedes dormir 5 minutos más si quieres, renacuaja.
- ¿LAS NUEVE? ¿Y no me avisas antes? ¡Que ya ha empezado Dora La Exploradora!
- Perdone usted. Venga, ahora te preparo el desayuno.
Corrió hacia el salón y se quedó viendo cómo "la valiente protagonista" ayudaba a una oveja.

Me llamó Amanda por teléfono mientras yo le preparaba el desayuno a Ariadna. Me contó que había hablado con Miguel y que estaba algo molesto por lo de Pablo. Le dije que me daba igual, que yo no era dueña de nadie, y volvimos a discutir. Empiezo a pensar que me quedo sola en esto. Ya no me importa. Sé que lo que hago, no está del todo mal.

Ariadna se fue y la casa se quedo como vacía. Aunque estaba mi hermano, pero me ignora. Bajé a por el pan y me encontré con Miguel. Bueno... no me encontré, parecía que él estaba esperándome. Y yo recé porque no se fijara en mi pelo despeinado.
- Hola. - Me dijo levantando la cabeza, que tenía la mirada fijada en el suelo.
- ¿Qué haces aquí?
- Yo también me alegro de verte... He venido a comprar el pan.
- A ti te viene mejor la panadería que está más cerca de tu casa.
- Ya, pero allí no estás tú.
Permanecí callada. No supe qué contestar, y cuando fui a abrir la puerta se puso delante y no me dejó pasar.
- Joder... déjame pasar.
- ¿Pero de qué coj**es vas? ¿Ahora pasas de mí?
- Siempre he pasado de ti. Déjame entrar.
- Eres una niñata, que no sabes ni lo que quieres. Pasa, puedes pasar. Pero pasa también de mí.
- Un placer. Adiós.
La he vuelto a liar. Raro en mí. Lo sé.